martes, 11 de septiembre de 2007

Willy, el Vaquero Herido

Willy, el Vaquero Herido
por Jaime L. Marzán Ramos

Nadie sabía por qué ni cómo se había ganado aquel mote, pero todos en el pueblo sabían que a Willy Mercader, del barrio Sumidero, le apodaban “el vaquero herido”. Cuando me lo señalaron montaba un viejo alazán envellonado, malcriado como él solo, pero ancho y fuerte como la ceiba que quemaron cuatro veces a la entrada de la finca de los Portilla. ¡La siguieron quemando hasta que dejó de retoñar! 
De eso hace más de veinte años…
Desde chiquitín, según cuenta la gente del barrio, a Willy se le conocía por su atleticidad, especialmente la que demostraba en las carreras a campo traviesa que organizaba mister Cintrón, el maestro de educación física de la escuelita de Montellano. Y no era para menos pues el muchachito hacía todo su entrenamiento persiguiendo becerros por los campos aledaños, subiendo y bajando lomas, cruzando quebradas y caminos hasta que los alcanzaba, los halaba del rabo y los obligaba a tierra para marcarlos con un numeral plástico que adhería a una de las orejas del animal con una especie de prensilla. Fueron muchas las veces que fue atacado y corneado por vacas que defendían sus críos; muchas las patadas que recibió de los becerros sobre los brazos y el pecho, y muchos los viajes que tuvieron que hacer con él al dispensario médico público del lugar. Pero Willy no se quejaba; al contrario, decía que aquello era cien veces mejor que recibir un cocotazo de su señor padre si éste lo descubría resollando bajo los árboles de guamá que abundan en el barrio.
Muchachón ya, Williy se marchó a los Estados Unidos. Veintidós años permaneció residiendo en un Brooklyn italiano, frío y gris, donde no había becerros que perseguir y marcar, ni caballos para montar. Pero esos veintidós años no fueron continuos e ininterrumpidos. Muy al contrario. Willy regresaba a Sumidero cada seis meses y siempre por la misma razón: alguien en el barrio habría muerto, o estaba por morir. Cada seis meses, sin fallar; durante veintidós años. 
La primera vez que Willy tuvo que regresar a Sumidero fue por la muerte de su madre, doña Cecilia, exactamente a los seis meses de su partida. Seis meses después recibió una llamada de su hermano menor, Isaías, comunicándole la gravedad de su padre. En aquella ocasión, el vaquero herido llegó justo a tiempo para escuchar el último suspiro de quien le había propinado tanto cocotazo durante su niñez. 
Al año y medio, Willy había regresado una vez más para disfrutar de sus primeras vacaciones y, camino a la casa de la familia, se detuvo en el cementerio del pueblo para ofrecerle su pésame a Ernesto Portilla quien se hallaba allí enterrando al más viejo de los de su clan.
-Cada vez que ese muchacho llega al barrio alguien se muere –comentó con un aire nervioso una de las viejitas que acompañaba a los dolientes. Cuando dijo aquello, no sabía que le estaba dando vida a un terrible presagio.
Y así sucedió que, año tras año, cada seis meses, Willy, el vaquero herido, hacía su aparición en el barrio montando su alazán envellonado. Llegaba, visitaba a su familia y seguido se iba a presentar sus condolencias a los familiares del muerto de turno o a asistirlos en el entierro; a hacerse útil de alguna manera. Pero aquellos actos de solidaridad no le sirvieron de mucho…
Resulta que la gente del barrio comenzó a atar cabos y adivinaron una cierta relación entre los regresos de Willy a Sumidero y las muertes que cada medio año allí acontecían. De inmediato lo dotaron de la peor de las reputaciones. Casi todos le dejaron de hablar; en ningún lugar del barrio reconocían su presencia y los pocos que le saludaban lo hacían de lejos, como con temor a contaminarse. Algunos llegaron a sentir verdadero miedo cuando le veían pasar, cabalgando sobre su viejo alazán envellonado. “Ahí va el tal Willy, el vaquero herido” –decían algunos. “Ese estaría mejor muerto que herido, según dicen…” –llegaron a murmurar otros.

Willy había completado cuarenta y cuatro viajes de vuelta a casa; ya eran cuarenta y cuatro los vecinos y familiares a quienes había enterrado, o ayudado a enterrar, cuando por fin, la paciencia de los de Sumidero llegó a su límite. 
“No te quieren ver por el barrio” –le contó Isaías en una carta que le envió-, “especialmente yo, que no me siento nada de bien. Todos te acusan de ser pájaro de mala suerte, y más de uno habla de lincharte si te apareces por acá. Quédate en Brooklyn y evítanos una nueva desgracia”.
Willy no le hizo caso a aquella advertencia y decidió darse otro viaje a la Isla.  Justo el día en que se le esperaba a Willy de vuelta en el barrio, encontraron al viejo alazán envellonado muerto en su jaula.  Nadie lo lloró.  Al contrario, todos los Mercader (los que quedaban) se pusieron de mal humor pues tendrían que sacarlo de la jaula, arrastrarlo hasta donde crecían los árboles de guamá, abrir una fosa y enterrarlo. Estando la familia ocupada en eso, se escuchó a la distancia la bocina de un auto que llegaba a la casa. Isaías, el único que no se sobresaltó con el bocinazo, soltó la pala con la que ayudaba a abrir la fosa y corrió a ver quien llegaba, rezando que no fuera Willy.  Cuando llegó al portal de la casa se encontró con un carro fúnebre allí estacionado, y su chofer esperando por alguien que lo recibiera. 
–¿Es usted Isaías Mercader?
-Sí… –contestó algo nervioso Isaías, a la vez que miraba con curiosidad hacia el interior del vehículo.
-Pues sírvase recibir esta carga que viene a su nombre –le dijo el conductor-. Por favor, firme estos documentos. Son los recibos del féretro y un sobre que los acompaña.
Isaías recibió aquellos documentos con sus manos callosas temblándole.  Actuaba como autómata cuando firmó los documentos y también luego, cuando con la ayuda del chofer llevó el ataúd hasta el medio de la sala. Sin quitarle los ojos al féretro, caminó despacio hasta la mesa del comedor, haló una silla y se sentó a contemplar aquella escena. Por unos momentos se sintió desvanecido. 
Súbitamente recobró su habitual lucidez y pasó a ocuparse del sobre que tenía en las manos. Lo abrió y sacó una llave, un recorte de prensa y un sobre pequeño sellado y dirigido a él. Aquel recorte de prensa le llamó la atención de inmediato por la gráfica que presentaba. Era la foto de un hombre tirado en el suelo, con la cara y la cabeza ensangrentada. El titular del artículo leía: “Hombre muere pateado por caballo en Central Park”. El pie de la foto lo identificaba como William Mercader, mejor conocido como “El vaquero herido”. 
Todavía algo incrédulo, Isaías se levantó de la silla y, con paso algo inseguro, se acercó al féretro, tomó la llave que contenía el sobre y alzó la tapa.  No había duda.  Era Willy y estaba muerto; en su sala, dentro de aquel ataúd.
Poco a poco; uno tras otro, los miembros de la familia Mercader fueron llegando y se fueron aglomerando alrededor del ataúd. Unos comenzaron a llorar, otros comentaban incrédulos el hecho de que Willy hubiera muerto pateado por un caballo. Unos pocos reían, creyendo imposible aquella causa de muerte. Los más se acercaron lentamente a Isaías quien, sentado de vuelta en el comedor, sujetaba la carta que llegó en el pequeño sobre sellado.
-¿Qué dice la carta? –preguntó uno.
-¿Quién la escribió? –preguntó otro.
-La escribió el mismo Willy…
-Bueno, pues léala –insistió un tercero.
-Bueno, dice: “Mi querido Isaías… –pausó; carraspeó para limpiar su garganta atarugada y continuó con voz grave-. Te escribo estas líneas a manera de última voluntad… -volvió a carraspear esta vez para asentar su nerviosismo, y prosiguió con la lectura-.  Como testamento creo que no valga la pena ya que, como sabes, yo nunca tuve en qué caerme muerto. 
-¡No, si eso lo sabemos todos! –interrumpió una de las mujeres.
“Lo único que poseo en este mundo es a mi caballo Predestinado –continuó el lector-, ese viejo alazán envellonado que todo el mundo me envidia sin saber lo malcriado que es. Para él, te pido que cuando muera, lo entierres donde crecen los árboles de guamá. Allí solíamos él y yo resollar mientras disfrutábamos de las sombras y la brisa de la tarde.
“Hermano; tú mejor que nadie sabes que traté de vivir mi vida lo mejor que pude.  Sé que me achacaban cosas raras; que los del barrio me cogieron miedo, pero eso de que la gente se muriera cuando yo llegaba, te juro que era pura casualidad.  Yo no maté a ninguno.  A nadie le hice daño. Bueno, a excepción de los Portilla.  A esos les quemé cuatro veces la ceiba que plantaron a la entrada de su finca…
“No me despido diciendo que ya me voy, pues… ¡porque ya me fui!  Sólo espero que queden todos bien y que la gente del barrio deje de culparme por todos sus males. Recibe un abrazo de quien te quiere y espera por ti en unos… seis meses. 
“Tu hermano Willy, al que llamaron El Vaquero Herido.”

Todos quedaron sin habla. Isaías se puso de pie; con rabia arrugó aquella carta hasta convertirla en una bola, mientras caminaba despacio hacia el féretro.  Cuando llegó y se enfrentó al muerto, adivinó en él una ligera y sarcástica sonrisa que le hizo alcanzar la tapa del ataúd para cerrarla violentamente.  Luego, se dio vuelta para encarar a la familia, y dijo con voz grave:
-Volvamos al hoyo del caballo; hay que hacerlo más ancho, para acomodar a éste. 


FIN

© 2007 Jaime L. Marzán Ramos

1 comentario:

Unknown dijo...

Pobre Isaìas, como quiera se chavó!!!

Le debistes haber puesto de tìtulo "La maldición de Willie" (Montesuma)

Esta bueno el cuento, me gustó el final :)