miércoles, 12 de septiembre de 2007

GAB

GAB
de Jaime L. Marzán-Ramos



Antes de pensarme escritor, me pensaba poeta. De eso culpo a quien, con el tiempo, se convirtió en mi mejor amigo en las letras; un joven vate a quien le llegué a envidiar su genio y su talento. Yo le llamaba Gab. ¿Su verdadero nombre? Bueno; siga usted leyendo. Pronto lo adivinará…
Le encontré en uno de esos viajes que hago de vez en cuando al pasado. Esta vez me antojé de viajar por el sur de España para buscar a quien había escrito la letra de una de mis danzas favoritas. Lo encontré en su Sevilla natal, sentado sobre la ribera del Guadalquivir, no muy lejos de donde años después se construiría el Pabellón de España para la celebración de una de tantas ferias mundiales. Me le acerqué tratando de que ni me viera ni me oyera pues no quería interrumpir el flujo creativo que seguramente abacoraba su celebro mientras miraba el trillón de escamas lumínicas que el resplandor del sol matutino andaluz dibujaba sobre las aguas del tan celebrado río.
Allí estaba el truncado marino, el deseado pintor; el poeta. Inmóvil. Pensativo. Atrapando -pensé- palabras en el aire. Buscando rimas; inventando leyendas sin saber que él mismo, con el tiempo, también sería una. Creo que más que sentirla, presintió mi presencia pues sin ni siquiera voltearse a mirarme, me invitó a compartir la paz que lo envolvía.
-Ven; siéntate aquí, a mi lado -me dijo con una sonrisa que no vi pero que no me fue difícil imaginar.
Fue después de acomodarme a su lado que me miró y ví su cara por primera vez. Sobre su frente caía su pelo negro, rizado, achicándola. Sus ojos castaños parecían transmitir una dulce tristeza. Su mirada era algo femenina, sutil. Su nariz, rectilínea, despuntaba sobre un bardo bigote que cabalgaba sobre unos finos labios de rojo natural; su estrecha barba bajaba y curvando se estrellaba sobre la punta de su barbilla obligándose así misma a subir hasta su labio inferior. Todo lo llevaba enmarcado en la palidez de los muertos.
Mientras me hablaba de sí, sus delgadas y macilentas manos se movían; ondulando, como si estuvieran dirigiendo la orquesta de Ángel Mislán a quien, obviamente, nunca conoció.
-¿Qué siembras? –me preguntó, así, sin ton ni son-. ¿El bien, o el mal?
Aquella pregunta me robó el hablar.
-Ven conmigo –me instó, mientras se levantaba de la piedra que le servía de asiento-.  Te llevaré a un lugar muy especial… No está lejos de aquí –añadió, aprovechando mi silencio.
Una sonrisa pícara, propia sólo de quien guarda un secreto, cruzó sus labios mientras comenzamos a caminar. Entonces, noté lo sencillo de sus ropas: pantalón, chaleco y abrigo largo, negros; y la blancura mohosa de su camisón que hacía juego con el color amarillento de su piel. No usaba lazo. Ni sombrero.
Con las manos entrelazadas a sus espaldas y la mirada fija sobre los adoquines que alfombraban nuestro paso, me habló de sus héroes: de Herrera y de Ossián; y de su Elvira, aquella desdichada que murió de amor.
-En esta España mía se premia la ignorancia, el falso patriotismo y la ambición desmedida –me dijo después de recorrer un largo tramo en silencio, sin mediar introducción al tema-. No quiero que sufras en tu tierra lo que yo sufro en la mía –continuó, mientras caminábamos por la arbolada avenida que cruza el Parque de María Luisa.
Mientras me hablaba, yo pensaba en su pregunta y buscaba en mi mente la contestación que él esperaba. (Claro que me resultaría muy fácil contestarle que buscaba sembrar el bien, pero le temía a la pregunta que de seguro seguiría a mi respuesta: ¿Qué has hecho para sembrar el bien?) Así, envuelto en mi búsqueda, le escuché mencionar los nombres de Federico Alcega, Ramón Rodríguez Correa, el de su eterna enamorada la bella Julia Espín… el de su hermano Valeriano. De lugares como ¡Toledo!, el monasterio de Veruela, la pensión de doña Soledad en Madrid y la calle de la Visitación. También escuché, con demasiada frecuencia, la voz de su tuberculosis.
Por fin, llegamos a un diminuto pero precioso paraje que ubica a corta distancia luego de dejar atrás y hacia la derecha la majestuosa Plaza de España. Allí, escondido entre el follaje, de repente, surge un redondel poblado de bancos metálicos. En su centro todavía crece un magnífico sauce llorón rodeado por una fuente seca de mármol blanco. Sobre el borde del círculo que aprisiona su tronco, están sentadas tres mujeres pétreas, blancas marmóreas, que miran y sonríen al cielo. ¿O acaso al busto de quien me acompaña? (Entonces me acordé que se dice que aquél monumento a mi amigo fue construido en el mismo lugar donde él se sentaba a platicar con sus amores literarios: con la poesía, con la rima y la leyenda.)
-Y bien, ya te conté lo más importante de mi vida… Ahora, contéstame. ¿A qué vienes? ¿A sembrar el bien, o el mal?
-Vengo a… -la pausa fue súbita pues en ese instante me llegaron a la mente unos versos suyos, escritos con el mayor de los pesimismos:
Mi vida es un erial:
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja.
Sus propios versos me dieron la salida de aquella sutil y genial encerrona.
-Vengo a trocar la envidia por la admiración –le contesté-. Quiero que sepas que tu vida se convirtió en el más fértil de los campos; quiero que veas que tu flor no perdió ni un solo pétalo, quiero que entiendas que tu camino fue uno de vida… que entiendas que no se te olvidó, Gustavo Adolfo Claudio Domínguez-Insausti y Bastida Bécquer. ¡Vengo a sembrar el bien! –le recalqué-. …Sólo a eso vine.



© Jaime L. Marzan Ramos, 2006

1 comentario:

Unknown dijo...

Profundo e inteligente