viernes, 14 de septiembre de 2007

Tus moros azules

Tus moros azules
de Jaime L. Marzán-Ramos



Ni cuenta te has dado de cuán profundamente me han tocado tus moros azules.  ¡Nace la maravilla cuando tu mirada ojizarca se cruza con la parda mía, y se tocan en el aire sin aparente consecuencia; danzando al borde de lo prohibido, rasgando la superficie de éste, el más recién nacido de los secretos míos!
Tu abrazo ocular es como una enredadera de seda flotante que, fuerte y liviana, me abarca todo. Durante el mágico abrazo, un cuarteto de cuerdas acompaña el viaje de mis manos mientras reptan de tu cintura a tu espalda, buscando adivinar cómo se encrespa el corto vello de tu cuello, y te siento titiritar.  Deposito sobre tu mejilla mi ardoroso aliento, escondes tus moros azules y te escucho suspirar mientras, dulcemente rendida, en medio de la convergencia, buscas mi virilidad.  Amorosamente incitativa dejas escapar un lánguido no –que en realidad es un resabioso sí, un sutil no querer queriendo que te quema- mientras te abres al éxtasis, deseando pecar intensamente. 
La resistencia no existe. Te recojo y te entrego a mi Basquiat y, cuando regresas, estás pintada sobre mi memoria, con tus brillosos moros azules gritando ¡quiero más, quiero más! 
La obra te presenta tal y como te pedí: sentada sobre una silla de palos de caoba y pajilla, con tu pierna izquierda recogida sobre el asiento, la rodilla apuntando al cielo y tu codo sobre ella descansando, dejando caer al vacío tu largo brazo.  Del otro lado, escondida, tu sabia mano te presta un curioso dedo que con sutileza separa las cortinas rosadas tras las cuales se esconde el secreto de tu tibia y líquida pasión.  Casi imperceptible, toca a las puertas de tu húmedo interior, traspone el carnoso umbral y penetra, experto y firme, hacia el dulce escondite donde celebras tu sexo…
Y aquí estás.  Aquí te tengo.  Capturada.  Delineada en azul y mirando al oeste del lienzo. Tu corto pelo casi esconde tu fina cara mientras tu mentón casi toca tu jadeante pecho. Mareada de placer, invadida por una divina debilidad, tu otra vagina –que es tu boca- deja caer, inconsciente, un hilo de savia que discurre entre tus pícaros montes y, como fría y prístina lava, avanza hacia tu cráter umbilical, inundándolo, para luego internarse en la diminuta selva de fragantes minutisas que tan celosamente guardan tu sexo.
Hacia él me dirijo, con mi sabia cabeza y su curiosa lengua buscando el moro en tu azul interior y el azul de tus moros. Se juntan tu dedo y mi lengua, tu savia y mi saliva, y unidos, descorremos el velo de nuestro pecado al son del bacanal extraño que celebramos en tus adentros con una energía capaz de apagar soles… 

Qué pena, mi bella y dormida Isabel, que hasta ahora ni cuenta te habías dado de cuán profundamente me habían tocado tus moros azules… 
Pero ahora que lo sabes, ¿verdad que es una maravilla?



© Jaime L. Marzán-Ramos, 2006

jueves, 13 de septiembre de 2007

Vicente

Vicente
de Jaime L. Marzán-Ramos



A lo lejos, parecía un ebrio común, resbalándose por la vida.  Caminaba con mucha dificultad. Se esforzaba para poner un pie frente al otro, mientras tropezaba con cuanta irregularidad definía al empedrado.  Hubo un momento –pensé- en que se dejó llevar por su pérdida de balance y, trastrabillando, fue a parar de bruces a los adoquines azul-grises que todavía hoy yacen sobre aquella calle, brillantes con la nocturna humedad y con el lustre lunar que en ellos se refleja. 
Pasados unos minutos logró medio sentarse, y desde aquella posición embarazosa, con su cabeza resbalándosele por el pecho y babeándose, esperó a que se le vaciara la vejiga.  Así quedó por algún tiempo, pendulando, como si marcara el ritmo irregular de su vida sobre la bruma de su interior, de cara a la pared de un viejo edificio.  Mirando sus manos enrojecidas, parecía estarles preguntando a qué se dedicaban o ¿por qué se ruborizaban?  Levantó la mirada para fijarla sobre la pared que lo limitaba y, como si adivinara algo raro sobre aquellos ladrillos, se puso de pie bamboleándose, subió a la acera y se acercó a la pared para escudriñarla, como si buscara en ella la contestación a todas sus preguntas. Por momentos, su cara mostraba una incredulidad borracha y baboseada, mientras sus manos dejaban allí, posadas, las rojas huellas de su alma.
Así estuvo, oscilando sobre su propio eje, por un par de minutos, mientras miraba aquellas huellas y se gozaba el efecto hipnótico que le surtía su propia sangre.
Yo lo observaba de lejos, desde mi mesa en la acera de aquel típico café europeo. No podía apartarle la vista…  ¡Aquel hombre era todo un espectáculo!  Seguí contemplándolo con creciente interés mientras sorbía una taza de espresso, bautizado con brandy y adornado con una tira de cáscara de limón…

Este viaje lo había iniciado con la esperanza de cruzar caminos con el hermano que se elige, con el que no se hereda: con mi pintor favorito.  Con el hombre cuya intensidad y vibración colorante había despertado en mí una profunda curiosidad por la composición pictórica, por las fuertes tonalidades y por las obras de arte que un talento dedicado puede lograr con ellas.  Buscaba al artista único, al que lograba capturar con su pincel los más robustos rasgos de la noche. 
En sus nocturnos –especialmente aquel en el que nos presenta un café típico francés, como aquel donde le esperaba, sobre una calle vieja y oscura, de barrio, cuyos adoquines brillaban por la recién pasada lluvia- las estrellas las presenta filosas, lumínicas; y la luna es redonda y amarilla, compuesta por círculos concéntricos que palidecen hacia el interior y, hacia fuera, se limita con los infinitos azules-negros del universo. 

Casi había terminado mi café cuando noté que el hombre recobraba su movimiento, aquel mismo bamboleo que me hizo pensar que era un borracho más deambulando por el sombrío barrio.  Como pudo, se me fue acercando.  Entonces noté una larga mancha roja-negra que se le escurría por su camisón blanco abajo, encharcándose donde se adivina la cintura.  Poco a poco, según se me acercaba, la luz del único lamparón que por allí había lo iba recogiendo y mostrándome sus facciones.  Su pelo corto y alambrico, casi del color de las zanahorias, coronaba una frente ancha de marcadas entradas, unas abultadas cejas y un par de ojuelos verdes aguados, separados por una larga y angosta nariz.  Aquellos ojos no parecían tener foco, y su boca, rodeada por una barba también color rojo-naranja, casi desaparecía entre manchas de pinturas negras, verdes, azules y amarillas.
Mirándole con más detenimiento, me di cuenta de que la mancha roja que casi cubría su pecho se originaba en el lado derecho de su cara.  Esto me impactó sobremanera. Había pensado que aquel hombre estaba borracho, pero ¡no!  ¡Estaba herido!  Y al pasar al margen de la luz que irradiaba de aquel lamparón ¡no proyectó sombra!…
-¿Vicente? –pregunté, creyendo haberlo reconocido, seguro de que no me contestaría. 
Se limitó amirarme; lejanamente, como en babia, con aquellos ojuelos verdes acuosos, con su pecho sumido en rojo-negro y su boca manchada de colores.  Trató de contestarme, pero sólo logró un pálido gemido mientras largaba babas que fueron a dar al lago de sangre sobre su camisón.  Hasta allí llevó sus manos y afanosamente trató de exprimirlo, logrando tan solo revivir en ellas el color rojo-húmedo anterior.  Las miró extrañado antes de dejarlas caer a su lado, como en señal de rendición, y volvió a caminar hacia mi, tambaleante.
Al momento hice por levantarme para prestarle ayuda pero me lo impidió con una señal de su mano ensangrentada.  Luego, se dejó caer pesadamente sobre una silla, justo frente a mi. Era un hombre fundido, enflaquecido, roto, doliente y sangrante.
-¿Vicente? –pregunté una vez más, esta vez susurrando; incrédulo y abrumado por la enorme pena que sentí en aquel instante. 
Separado de todo, como ausente de la vida y con el saco del alma agujereado, bajó la mirada y, doblando laboriosamente el desfalleciente cuerpo, logró por fin difluirse, alcanzándose uno de sus pies.  Con gran dificultad se quitó un zapato y se lo colocó sobre la cabeza.  Su mirada cazó la mía y la espantosa carcajada que lanzó al aire celebrando aquel acto demente hizo sangrar nuevamente el lugar donde hasta hacía un tiempo hubo una oreja entera, y de su estómago, que también traía herido, brotó un ramillete de rosas líquidas junto a las cuales se le escapaba lo poco de vida que le quedaba.
Presentí que toda aquella intensidad y vibración que en él habían existido se habían quebrado irremediablemente; que sus colores se habían quedado sin telas, sus pinceles sin motivos y sus manos sin inspiración.  Solas, y cubiertas de sangre.
Vicente van Gogh tenía sólo treinta y siete años cuando le hallé.  Fue el día que decidió ponerle fin a toda aquella locura que era su vida; lo que hizo enviando una bala a buscar la pintura que a diario tragaba por no tener qué comer…



© Jaime L. Marzan-Ramos, 2006

El espía de pájaros

El espía de pájaros
de Jaime L. Marzán-Ramos



Justo a las 3:30 de la madrugada sonó el teléfono de la habitación.  Genaro Gutiérrez quedó sentado sobre el borde de la cama en la que había pasado, dormitando, horas de espera. Aquel timbrazo daba comienzo al día más importante de sus estudios en ornitología.  ¡Por fin había llegado el momento; su primer día de estudios internado en un bosque!  Y no en un bosque cualquiera, sino en uno de los pocos donde habita la urraca de pecho amarillo y aún vuela el tucán negro de pico rosado.
Con la premura que le prestaba el momento, vistió su traje de camuflaje y calzó sus botas largas de jungla, recogió su mochila y el equipo para acampar; bajó a la recepción del hotel donde el pequeño grupo de estudiantes y su profesor, el Dr. Jacinto Echegoyen, ya se reunían para desayunar y luego emprender el largo viaje en camión al lugar donde crecen los centenarios coihues. El ambiente estaba cargado de una gran expectativa. Todos lucían nerviosos, concluyó Genaro, luego de pasar revista a las caras de sus compañeros. La ansiedad por dar comienzo al viaje se notaba en cada “buenos días”, en cada sonrisa, en cada apretón de manos, en cada mirada…

Ya el grupo estaba terminando su desayuno cuando, cerca, cayó un primer rayo.  La cercana jungla se vistió, por un instante, de un pálido azul eléctrico y al segundo, le siguió el estrepitoso rugir del trueno y el súbito caer de una lluvia gruesa y cerrada.
-Bonito comienzo a tan importante día -pensó Genaro.
-No parará de llover en por lo menos un par de días- le aclaró al Dr. Echegoyen, en su idioma, el indio guaraní que les serviría de guía. 
Luego del desayuno, el grupo de futuros ornitólogos abordó el camión que, para colmo, no llevaba cobertizo. En lo que fue un ejercicio en futilidad, Genaro y la mayoría de sus compañeros se echaron sobre sus cabezas los pesados y calurosos ponchos de hule que, como parte del equipo de acampar, les había suministrado la universidad.
Así, pasaron más de dos horas de viaje por unos oscuros caminos que ahora, más que caminos, parecían ríos crecidos.  El camión se detuvo sobre una encrucijada en la que coincidía una doble y fuerte corriente que impedía su progreso.  Claramente, continuar con el vehículo sería muy difícil; mucho más que el seguir a pie, bordeando aquel torrente por entre la selva. El grupo debía llegar a un alto que, desde donde estaba, apenas se notaba entre la gris luz mañanera y la pesada cortina de lluvia que no cesaba. Aquel promontorio de seguro le brindaría a todos descanso y un lugar propicio para reagruparse.
Los pesados bultos repletos de equipo fotográfico, agua, comida, casetas, colchas, sacos para dormir, lámparas, y tanto más, fueron equitativamente repartidos para facilitarle el camino a cada individuo.  El grupo comenzó su marcha a pesar de que el sol no lograba traspasar las bajas y gruesas nubes y la lluvia continuaba cayendo tan gruesa que dificultaba ver a quien se tenía al frente.  A cada paso, alguien resbalaba sobre el fango o la hierba mojada, cayendo o haciendo caer a uno o a otro; al del frente, o al de atrás; o al que iba a su lado.  Los yuyos, muchos de ellos sumergidos, se aferraban a las ropas de los expedicionarios con sus afiladas espinas, como queriendo detener el progreso de los estudiantes.  Mientras, desde el frente de la columna, se escuchaba la voz del guía guaraní alentando al grupo.
-¡Adelante!  ¡No se detengan!  ¡Ya falta poco!- traducía Echegoyen.
Genaro, sin darse cuenta, iba separándose poco a poco del grupo según avanzaba.  La falta de visibilidad creada por la impertinente lluvia y su inexperiencia; el estar entre tanto árbol, sin un camino cierto a seguir y el coercitivo calor que le producía su poncho de hule lo complicaba todo.  Además, el súbito resbalón que lo llevó a caer sobre sus espaldas y deslizarse hacia el fondo de una hondonada, terminaron por aumentar la distancia entre él y sus compañeros. 
El doloroso estirón muscular que sufrió su rodilla izquierda durante la caída le hizo casi imposible ponerse de pie y continuar la marcha.  Cuando lo intentó, se le escapó un grito de dolor que se perdió en la espesura y su desesperado llamado de auxilio no le fue contestado.
Genaro se sintió solo.  La lluvia continuaba sin remedio y el frío que le causaba su inmovilidad comenzaba a invadirle los huesos.  A duras penas logró enderezar su pierna maltrecha. Ésto le trajo algo de alivio a su rodilla ya entumecida. Poco a poco, logró sentarse y acomodó a su lado la pesada mochila que hasta entonces cargaba colgada del hombro. Buscando alivio, se sopló y frotó las manos para crearles algo de calor y estimular la circulación de su sangre. 
Tan pronto pudo, comenzó a buscar en el bulto algo con qué llamar la atención del grupo que con cada segundo que pasaba más se alejaba.  Alguien se daría cuenta de su ausencia, pensó.  Tan seguro estaba de aquello que, en realidad, sintió que no había por qué preocuparse mucho. Estaba seguro de que, en breve, alguien llegaría a asistirlo. Además, allí tenía su cámara, sus binoculares, su cantimplora repleta de cognac y… tantas otras chucherías que, en realidad, de nada le servirían en caso de emergencia.
-Ay, Dios mío, ¡ahora sí que estoy jodido! -pensó.

El tiempo pasó y nadie llegó.  La lluvia seguía cayendo, y su rodilla le seguía doliendo; el frío lo seguía invadiendo y, a pesar de tanta humedad, sintió que se le secaba la boca.  Genaro salió de su estupor entendiendo que, ciertamente, nadie lo había echado de menos.  Que algo tenía que hacer. Levantarse de allí, ¡claro!, y tratar de llegar al alto donde el grupo de seguro ya estaba, era ahora su prioridad. 
Por fin logró ponerse de pie y con mucha dificultad comenzó a caminar en la dirección que entendió era la correcta.  No sabía que con cada paso que daba, se internaba más y más en la jungla y más y más se separaba del camino al alto y de sus compañeros.
Luego de lo que entendió fue una hora de vagar, Genaro se detuvo en un pequeño claro y se echó a descansar. Al minuto o dos de cerrar los ojos, quiso olvidar el dolor de su rodilla y terminó profundamente dormido.
Cuando despertó, no alcanzaba ver sus manos.  Todo estaba tan oscuro como la misma noche que lo envolvía.  Entonces, comenzó a escuchar ruidos extraños.  El “tut-tut” de algún pájaro que no reconoció; el deslizarse de una serpiente que deseó estuviera muy lejos, el chasquido de un rápido roedor entre las ramas caídas, el rápido vuelo del murciélago, el chirrido de los monos en la copa de un árbol cercano y el zumbido de algún mosquito que le quería picar, le hicieron desear estar de vuelta, por lo menos, en el hotel que dejó atrás ¿esta mañana?... 
Genaro volvió a encerrarse en su poncho de hule; volvió a sudar profusamente, su rodilla comenzó a dolerle otra vez, el frío le atacó sin misericordia y, gracias a Dios, volvió a quedarse dormido.

***
Un pequeño rayo de luz se coló por la maleable coraza que le formaba su poncho y le pegó molestosamente en los ojos. 
-Ya es día otra vez -pensó. 
Al momento sintió el caliente de su orina que lo mojaba profusamente.  Con gran disgusto echó a un lado el poncho y se miró la entrepiernas.  Durante la noche, el calor de su área genital le había atraído decenas de unas negras y gigantescas hormigas, hambrientas sanguijuelas y lo que pensó eran miles de distintos insectos, de todos colores.   Súbitamente se puso de pie olvidándose del dolor de su rodilla y comenzó, como loco, a sacudirse de aquella repugnante invasión. 
Allí estaba: perdido, adolorido; mojado por la lluvia, el sudor y su propio orín; friolento hasta el borde febril, hambriento, ultrajado por cientos de insectos y ¿por qué no reconocerlo? ¡terriblemente asustado!
Genaro miró a su alrededor buscando dónde dejar enganchado aquel pavoroso sentir y controlarse.  Entonces, decidió dejarse llevar por la paz y la exuberante belleza que lo rodeaba y, por fin, logró afinar sus sentidos. Aquel maravilloso espectáculo lo tranquilizó por un instante y lo devolvió a su inmediata realidad.  Sin embargo, llegó a sentirse como en el vientre mismo de la selva. Miró a sus pies y vio una tierra oscura, a ratos alfombrada con parches de musgos verdes y esponjosos.  Cerca descubrió un coihue; allá anchos alerces, altos como columnas catedráticas.  Y más allá, los brillosos arrayanes, los frondosos eucaliptos, los corpulentos ulmos cubiertos de líquenes y cipreses adornados con guirnaldas de hojas entretejidas por el viento que le significaron una prisión viva y verde. Sintió que aquel bosque valdiviano palpitaba silenciosamente. 
-Demasiado silencio -se dijo-; no se escucha ni el trinar de un pájaro…

Al rato, Genaro sintió que algo se movía hacia su frente.  Los altos matorrales que rodeaban el claro donde se hallaba se apartaron para dejar pasar la figura de un hombre bajito pero muy bien hecho.  Su piel cobriza y su pelo infinitamente negro brillaban.  Su cara y sus brazos los traía adornados con plumas de llamativos colores y sobre su pecho lucía un collar de piedrecillas, semillas y plumitas negras.  Una faja roja de algodón le sujetaba el taparrabos a la cintura. Sus fuertes piernas estaban adornadas con pintura color ocre y las rayas negras debajo de sus ojos le daban un aspecto feroz.  A sus espaldas llevaba colgado un arco y flechas y en su mano derecha portaba un corto pero muy afilado machete.
-¡Santo Dios! -exclamó Genaro, dejándose caer sentado-. ¿Quién carajo eres tú?
El indígena no le contestó palabra.  Se le acercó y puso a sus pies un saco de piel de carpincho con agua, y de otra pequeña bolsa sacó y le extendió un pedazo de coendú crudo. Genaro tomó lo ofrecido y, con cierta desconfianza, lo engulló sin detenerse a pensar cuán hambriento y sediento realmente estaba.  Mientras, el indio, que obviamente habitaba aquel bosque, lo escudriñó de arriba abajo; le palpó la rodilla provocándole un centellazo de dolor y le hizo seña de que esperara, de que no se moviera de allí.  Enseguida desapareció entre los arbustos y Genaro quedó otra vez solo.
-¡¿Qué carajo fue eso?! -se preguntó exaltado y a viva voz-. ¡Oye, regresa!  ¿No ves que no puedo dar un paso? 
Nadie le contestó.

Al rato el indígena reapareció, esta vez con una muleta improvisada que depositó frente a nuestro explorador.  De inmediato, y con una sorprendente agilidad, el indígena subió casi hasta la copa de un álamo que allí cerca crecía y comenzó a hablar en su natal guaraní.
-Y ahora, ¿qué hace?  ¿Hablando con sus dioses? -se preguntó Genaro con cierto sarcasmo y en voz baja.
Entonces, con la misma agilidad que subió, el hombrecillo bajó del álamo y, sin decir palabra, por puras señas, le indicó a Genaro que le siguiera.  Éste se incorporó y luego de tratar de cargar con todo lo que hasta allí había traído, decidió dejar atrás su poncho de hule, su equipo fotográfico y su cantimplora con el coñac.  Se colocó bajo el brazo la muleta, recogió el saco de agua de piel de carpincho y comenzó a caminar con mucha dificultad, siguiendo al guaraní que con suma rapidez se abría paso entre la exótica vegetación que les rodeaba. 
El indio caminaba a pie firme, muy confiado y conocedor de aquellas tierras.  De vez en cuando miraba hacia atrás para asegurarse de que aquel hombre blanco lo seguía y de que no se le volvería a perder.  Luego de un largo trecho, Genaro vio cómo el sol por fin penetró el techo vegetal y trajo consigo un candente vapor y el putrefacto y penetrante hedor que sólo producen las plantas y animales muertos.
En realidad, no pasó mucho tiempo antes de que Genaro se encontrara una vez más bañado en sudor y ahora con la añadida molestia de una axila ulcerada. Para colmo, algo en el aire le hizo estornudar, y con la expulsión del aire de sus pulmones, vino la involuntaria expulsión de sus heces líquidas.
Genaro no podía más.  Lo había sufrido todo.  En un gesto de desesperación llamó al indio para que se detuviera; para que le ayudara.  Finalmente, se dejó caer al suelo sollozando de miedo, agobiado por el dolor en su rodilla y el ardor en su axila; sufriendo por el frío y la fiebre que lo embargaba; por el hambre y la sed que sentía, y por la vergüenza de andar casi cubierto de orín y excremento.
El indio regresó hasta donde Genaro había caído y lo ayudó a ponerse de pie, mientras murmuraba en su idioma algo que nuestro héroe no pudo entender.  Así, llegaron a una pared de plantas que lucía impenetrable.  Con su filoso machete, el indio abrió una brecha por la enredada maleza y ambos pasaron al otro lado.
-¡Oh, Dios! -exclamó Genaro cuando, ya rendido por el esfuerzo de cruzar aquella maya, se fue de bruces a una zanja que bordeaba una ancha carretera. 
El indio le ayudó a sentarse sobre una grama bien cuidada al tope de la zanja y le hizo señas para que se quedara allí a esperar.  De inmediato, sacó una de sus flechas, le amarró la faja roja que llevaba a la cintura y la clavó en la tierra, al lado del espía de pájaros.  Mientras Genaro tomaba agua de su saco de carpincho, el guaraní sacó, de no se sabe dónde, un teléfono celular y marcó un número.  Al segundo comenzó a hablar con alguien con un tono de urgencia. Terminada la conversación, el indio le dirigió una sonrisa a Genaro, dio media vuelta y se internó en la jungla.
No pasó mucho tiempo antes de que Genaro escuchara en la distancia la sirena de un vehículo que se acercaba.  Tomó su saco de agua y utilizó lo poco que en él quedaba para lavarse la cara y refrescar sus ojos, rojos de llanto y heridos por la sal de su sudor.  Cuando terminó, vio que allí, a menos de dos metros de él, una atrevida urraca de pecho amarillo picoteaba la tierra buscando alimento. 
A pesar de su precario estado, Genaro no pudo contener la risa.  ¡Aquel viaje, de lo sublime a lo ridículo, no podía terminar así, con aquella inverosimilitud!  Extenuado, pero aún sonriendo, se dejó caer hacia atrás para recostarse sobre la grama.  Entonces suspiró profundamente mientras sus ojos se fijaban sobre un inmenso cielo de azul intenso, falto de nubes, por el cual surcaba, en un majestuoso y silente vuelo, lleno de gracia, un hermoso tucán negro de pico rosado.



© Jaime L. Marzán-Ramos, 2005

Los Manchesters

Los Manchester
de Jaime L. Marzán-Ramos
(Cuento ganador del 1er. Campeonato Mundial del Cuento Corto Oral, USC)



Las iracundas miradas se cruzaron, odiando, hasta que de sus cuerpos brotó el sudor.  Las manos –unas blancas, otras negras- empuñaron los Manchester.  Éstos volaron, rebanando el aire, para encontrarse en el fondo, en el medio y en el cenit.  Chocando, cantaron a la muerte con notas metálicas y fulgurantes. Una y otra vez, y otra vez, y otra vez… chocando en el fondo, cantando en el centro, fulgurando en el cenit, hasta que el filo de uno encontró albergue justo bajo la oreja del otro: limpia incisión que llegó hasta el lado contrario del cuello.
 
Así, aquellos dejaron de ser amantes… y el blanco caído dejó de ser cabrón.



© Jaime L. Marzan Ramos, 2006

La puerta de Roscoe

La puerta de Roscoe
de Jaime L. Marzán-Ramos

Estaba sentado frente al espejo, mojado y desnudo; acababa de salir del baño.  Con una vieja peinilla plástica -a la que le faltaban algunos dientes- deshacía los malditos nudos que en su escaso pero largo cabello le había formado el agua de la ducha. Esto lo hacía mecánicamente; sin prisa, sin dedicación… como hipnotizado.
-¡Coño, qué viejo estás, Roscoe! Mírate… ¡Hombre, mereces más que eso!
El hombre no hizo caso. Siguió peinándose, como si el gesto le sirviera de escudo frente a la burla.  Muy dentro de sí sabía que aquello no daría resultado, que tendría que buscar otra forma de escapar de aquella voz que lo atormentaba con su mofa. Fue entonces que notó una cierta profundidad en sus ojos y concentró su mirada en ellos. 
-Esta es mi puerta de escape –pensó-. Por aquí me voy y no me importa a dónde llegue ni cuánto me tarde...
-¿A dónde vas? –le preguntó la voz-. ¿Piensas que así escaparás? ¿Adentrándote en ti mismo? No seas necio, hombre. Puedo seguirte hasta el fin del tiempo; o hasta el mismo infierno, si es que hasta allí decides ir.
Roscoe sintió, sin embargo, que el acercamiento y la fijación en sus ojos le daba resultados; que la voz se alejaba, y con un cierto aire de triunfo se relajó y se dejó ir hacia su interior.  Comenzó a verse por dentro, (a engañarse); y a examinar los momentos cruciales de su vida…

…como aquél, cuando servía de mozo en un catamarán que llevaba turistas a la Isla de Palominos. 
-¿Cuánto tiempo había pasado? –se preguntó.
-¡Puñeta, Roscoe; si no te gusta tu trabajo, renuncia y vete al carajo! –le gritó uno de los grumetes.
Roscoe se había negado a limpiar los vómitos de un gringo que no soportó el constante vaivén y sube y baja de la embarcación. Estaban a mitad de camino entre Palominos y Fajardo y el tiempo no era el mejor para navegar, inclusive aquella corta distancia.
-¡Pues al carajo me voy! –contestó airado, a la vez que tiraba con rabia el trapo con el que se suponía recogiera los vómitos del continental. 
El coraje lo cegaba.  Del área de servicio del catamarán brincó a una de las cubiertas del navío y sin el menor cuidado casi corrió hacia la popa.  Antes de llegar allí, un súbito movimiento de la embarcación lo lanzó al mar.  Todo sucedió con tanta rapidez que nadie se dio cuenta. 
Como toda posible víctima de ahogamiento, Roscoe se hundía y regresaba a la superficie, tragaba del agua salada que lo reclamaba, braceaba y pataleteaba desesperadamente.
-Tranquilo… –escuchó a la voz decir-.  No te dejaré morir. Todavía no. Ya te dije que no sería tan fácil deshacerte de mí.
Buscando aquella voz, Roscoe giró una y otra vez sobre el pedazo de superficie que poseía hasta que, como salido de las mismas profundidades, se le apareció un pequeño bote de motor, tan cerca que casi le pega.
-Calma… calma... -oyó a alguien decirle, mientras lo subían a bordo-.  No te dejaré ahogar.
Roscoe sintió que lo subían al bote salvador y cerró los ojos.
-Y ahora; ¿a dónde vas? –escuchó a la maldita voz preguntar.
Roscoe comenzó a mirarse nuevamente por dentro; a engañarse otra vez.  A resistirse una vez más… 

…como aquel día, muchos años antes, cuando en el casino el “pit boss” de la mesa de dados en la que servía como crupier se le acercó para preguntarle al oído: 
-¿Qué te pasa, Roscoe?  Ese tipo te lleva de paseo…  ¿Cuántas veces ha hecho su punto? ¿Nueve, diez veces?
-Tiene suerte.  ¿Qué quieres que haga?
-Cambia los dados.
-¿En medio de la jugada?  ¿Estás loco?  Gritará que le hago trampas si no hace su punto…
-¡Cambia los dados, carajo!
-¡Cámbialos tu, cabrón! –exclamó, y diciendo esto, Roscoe dio media vuelta y se encaminó decididamente hacia la puerta de salida. 
Al mismo tiempo, a sus espaldas, una cortina del salón comenzaba a incendiarse.  Salió del casino y cerró la puerta tan violentamente tras de sí que no se dio cuenta de que el seguro de la misma se había activado con el portazo.  El lugar había quedado herméticamente cerrado.
No había pasado una hora.  Desde la acera contraria al hotel, Roscoe contemplaba, sollozante, cómo los bomberos, la policía y rescatadores trataban de auxiliar a las víctimas de aquella tragedia.  Y cerró los ojos amargamente…
-Te lo dije –escuchó de nuevo a la voz-.  ¡No tienes escapatoria!

Roscoe sintió escuchar un timbre, muy lejos.  Lentamente abrió los ojos y se vio nuevamente ante el espejo, pasándose la peinilla plástica, ahora casi sin dientes, por su ya no tan largo y más escaso cabello.  El timbre sonó otra vez, haciéndolo salir de aquel trance.
-¡Voy! Espere un momento… 
Se levantó lentamente.  Se sentía débil.  Llegó hasta la cama y comenzó a vestirse con una ropa que allí le aguardaba. Era un traje negro con chaleco, una camisa blanca y un lacito.  La chaqueta tenía una pequeña flor blanca prendida a la solapa.  Le faltaban los zapatos y no los encontraba. 
El timbre sonó otra vez, ahora con insistencia. 
-¡Ya voy, ya voy…! –contestó, mientras se acomodaba el lacito y se dirigía a la puerta.  En el camino notó que había dejado la del baño abierta y que en él ¡no había pared exterior! 
-¿Qué diablos…? 
El timbre volvió a sonar, mientras Roscoe, descalzo, se ponía la chaqueta y se acomodaba los hilachos de pelo que le quedaban.  Llegó a la puerta principal y la abrió para descubrir que allí no había nadie llamando…  Sorprendido, salió al balcón y con paso sigiloso se dirigió a la marquesina para encontrar en el lugar una carroza fúnebre que, con su puerta de carga abierta, aguardaba.
-¿Qué rayos es esto? –preguntó a gritos.  Miró hacia el portón de rejas que guardaba la entrada al lugar y vio que estaba cerrado con candado. 
¿Cómo diablos metieron este carruaje aquí? –preguntó a nadie.  La ventanilla del lado del chofer bajó y desde el interior del vehículo una voz que de inmediato reconoció, le preguntó:
-¿Cuántas veces quieres que te lo repita, mi querido Roscoe?  ¡No tienes escapatoria!
Sorprendido primero y desesperado después, Roscoe dio vuelta y regresó a la puerta.  La encontró cerrada por dentro, como la de aquel casino.  Entonces, recordó la pared del baño –la que no existía-.  Pasó junto a la carroza fúnebre al momento en que la ventanilla terminaba de subir para ocultar a quien la operaba.
-¡Maldita sea! –refunfuñó entre dientes. 
Al fin, Roscoe llegó al hueco que creaba en el baño la pared que no existía, subió al interior de la casa y se dirigió a su cuarto.  Se sentó otra vez frente al espejo y se miró a los ojos, fijamente.  Pero no pudo cerrarlos, como antes.
-No hay escapatoria -repitió la voz, ahora con un timbre consolatorio, mientras Roscoe tomaba la peinilla plástica, que ya no tenía dientes, y comenzó, mecánicamente, sin prisa ni dedicación, como hipnotizado, a peinar un pelo imaginario que, como el hueco en la pared exterior del baño, tampoco existía. 
Trató de cerrar los ojos, de volver a sus adentros, a sus memorias, a su puerta de escape –la que no existía- y a retomar un viaje que ya había terminado, pues él, sin darse cuenta… ya tampoco existía.

© Jaime L. Marzan Ramos, 2006

El cambio

El cambio
de Jaime L. Marzán-Ramos

El clic de la cadena del interruptor eléctrico no solamente terminó con el grueso silencio que en aquel pequeño recoveco habitaba, también acabó con la oscuridad que yacía allí prisionera.  Ocho bombillos se encendieron simultáneamente; dos a cada lado del marco rosado que sostenía un viejo y manchado espejo que, fijo a la pared, coronaba una dilapidada mesita de madera cubierta por una capa de formica, visiblemente gastada justo donde antes habían descansado miles de brazos como los suyos.
Inclinándose, entró a un campo amarillo de iluminación y pudo ver su cara retratada en el espejo. Le pareció endémica y estirada.  Se miró a los ojos y de inmediato adivinó el distorsionante efecto que surtía en ellos el coraje que le ocasionaba el no saber de él, la inseguridad de su relación y el haberse entregado, si no en cuerpo seguramente en alma, a quien por sus acciones le afirmaba el desdén del que se sentía víctima.
-¿Dónde estará?  ¿Qué estará haciendo y con quién?  ¿Por qué no llama?  ¿Qué lo retiene? 
Estas preguntas se las hacía una y otra vez, mientras continuaba mirándose al espejo y comenzaba a sudar. Nerviosamente, sacó de una cajita de cartón un par de toallitas de papel y, con una serie de movimientos rápidos, secó su frente.
-¿Qué carajos hago aquí… en este teatro de mierda, preparándome para una actuación de mierda en una obra de mierda…?
-¡Coño! –exclamó eludiendo a duras penas el nudo en su garganta, mientras que con un sólido golpe hizo saltar los pomos de crema, cepillos, peines, polvos, esponjas y líquidos que componían sus efectos de maquillaje.
Seguido, sopló su nariz y tomó una mota húmeda y mugrienta que había terminado de rodar cerca de su mano y la hundió en su cajita de polvo. Con unos rápidos movimientos comenzó a polvorearse la cara.  Y a cambiar…  Se llevó el benjamín derecho a la boca, lo mojó con su saliva y lo pasó sobre cada ceja.  Súbitamente se detuvo y volvió a mirarse a los ojos, ahora con mayor concentración.
-¿Cómo es que no está aquí para mirarme con la misma intensidad y el mismo deseo con que yo lo miro?
De entre la oscuridad que le rodeaba, su mano alcanzó el crayón negro con el que se acentúa la línea de sus párpados y los pintó con experta celeridad.  A esto le siguió el tubito que con su brocha redonda y tinte ennegrecía y alargaba las pestañas en curvaturas. 
-¡Diez minutos! –oyó decir a alguien que, a la vez, golpeó tres, cuatro veces a la puerta.
-Diez minutos… ¿para qué? ¿Para salir a escena a representar lo que no soy? ¿A caracterizar una mierda de personaje en una mierda de comedia que a nadie hace reír? ¡Qué vida!
Buscó una vez más en la oscuridad de la mesa; alcanzó un pincel y su estuche de colores y comenzó a desparramar sobre los ojos una sombra pálida y brillosa.  Sus largos dedos, adornados con uñas falsas de un color crema que contrastaba con su piel caoba, se movían ágilmente, continuando el cambio.

-¿Dónde estará ese hombre? Él sabe que esta noche es el estreno; que es cuando más falta me hace…
Con extrovertido afán buscó entre los artículos que había regado con su golpe sobre la pequeña mesa. Tomó el tubo de lápiz labial y, girando su base, hizo aparecer lo que le pareció un pene rojo.  Mirándolo, sonrió con una pizca de sarcasmo.
-¿A qué se me parece? –se preguntó, con una voz que ya no era la suya-.  A ver… ¡Ah!, ya sé… pero, el color no es el mismo… -terminó diciéndose, deleitándose con su comentario y aquel nuevo tono vocal.
Suprimiendo una carcajada, comenzó a pintarse los labios, formando con el color una pequeña boca sobre sus amplios y gruesos labios.  Y el cambio continuó…

-¡Cinco minutos! –volvió a exclamar la voz detrás de la puerta, mientras repetía los tres, cuatro golpes anteriores.
-¡Ya va!
-¡Cinco minutos! –recalcó quien fuera.
-¡Cinco minutos! Eso es lo que te queda para salir a escena; para hacer el mayor de mis ridículos –pensó, mientras alcanzaba la cabeza sin cara que sostenía la peluca rubia y enrizada que debía usar.
-Creo que este pelucón me queda mejor a mi, querida –le dijo a la cabeza sin cara que parecía mirarle.
Con un ligero movimiento se colocó la falsa cabellera sobre la suya, y con un par de jalones de aquí y allá logró fijarla tal como la quería. Y el cambio seguía…

-¿Ah? Y tú, ¿quién eres? –le preguntó a la imagen que le hacía muecas desde el espejo-. Ridi, pagliaso. ¡Ridi! –se dijo, mientras se colocaba al cuello la cinta roja que escondería de todos su protuberante nuez de Adán-. ¡Perfecto!- exclamó-. Bueno… casi perfecto.
Sólo faltaba un detalle. Se puso de pie y se despojó de la bata rosada con cuello de plumas blancas que hasta entonces había cubierto su desnudez y notó que ahora el espejo sólo reflejaba sus diminutos testículos y pene.  Con un ensayado y medido movimiento comenzó a subirse la pequeña faja elástica que le cubriría, y haría desaparecer, aquellos insignificantes instrumentos que de muy poco le servían.
-¡A escena! ¡A escena! –se volvió a escuchar la voz detrás de la puerta, a la vez que la golpeaba tres, cuatro veces.
De inmediato, se abrochó el sostén relleno y emplumado que simulaba unos enormes senos y entró de pie al espacio interior de la ancha faldeta que escondería sus largas y musculosas piernas. Entonces, se miró nuevamente al espejo y notó que su cara ya no lucía endémica ni estirada… vio que era otra.  Con un súbito y sensual movimiento de caderas que hizo revolotear la falda, le dio la espalda al espejo y con un clic de la cadena del interruptor dejó el cuartucho en su pesada oscuridad, sumido en un grueso silencio.  A su salida, antes de cerrar la puerta tras de sí, se le escuchó tararear: Ridi pagliaso... 
El cambio estaba completo.



© Jaime L. Marzan-Ramos, 2007

miércoles, 12 de septiembre de 2007

GAB

GAB
de Jaime L. Marzán-Ramos



Antes de pensarme escritor, me pensaba poeta. De eso culpo a quien, con el tiempo, se convirtió en mi mejor amigo en las letras; un joven vate a quien le llegué a envidiar su genio y su talento. Yo le llamaba Gab. ¿Su verdadero nombre? Bueno; siga usted leyendo. Pronto lo adivinará…
Le encontré en uno de esos viajes que hago de vez en cuando al pasado. Esta vez me antojé de viajar por el sur de España para buscar a quien había escrito la letra de una de mis danzas favoritas. Lo encontré en su Sevilla natal, sentado sobre la ribera del Guadalquivir, no muy lejos de donde años después se construiría el Pabellón de España para la celebración de una de tantas ferias mundiales. Me le acerqué tratando de que ni me viera ni me oyera pues no quería interrumpir el flujo creativo que seguramente abacoraba su celebro mientras miraba el trillón de escamas lumínicas que el resplandor del sol matutino andaluz dibujaba sobre las aguas del tan celebrado río.
Allí estaba el truncado marino, el deseado pintor; el poeta. Inmóvil. Pensativo. Atrapando -pensé- palabras en el aire. Buscando rimas; inventando leyendas sin saber que él mismo, con el tiempo, también sería una. Creo que más que sentirla, presintió mi presencia pues sin ni siquiera voltearse a mirarme, me invitó a compartir la paz que lo envolvía.
-Ven; siéntate aquí, a mi lado -me dijo con una sonrisa que no vi pero que no me fue difícil imaginar.
Fue después de acomodarme a su lado que me miró y ví su cara por primera vez. Sobre su frente caía su pelo negro, rizado, achicándola. Sus ojos castaños parecían transmitir una dulce tristeza. Su mirada era algo femenina, sutil. Su nariz, rectilínea, despuntaba sobre un bardo bigote que cabalgaba sobre unos finos labios de rojo natural; su estrecha barba bajaba y curvando se estrellaba sobre la punta de su barbilla obligándose así misma a subir hasta su labio inferior. Todo lo llevaba enmarcado en la palidez de los muertos.
Mientras me hablaba de sí, sus delgadas y macilentas manos se movían; ondulando, como si estuvieran dirigiendo la orquesta de Ángel Mislán a quien, obviamente, nunca conoció.
-¿Qué siembras? –me preguntó, así, sin ton ni son-. ¿El bien, o el mal?
Aquella pregunta me robó el hablar.
-Ven conmigo –me instó, mientras se levantaba de la piedra que le servía de asiento-.  Te llevaré a un lugar muy especial… No está lejos de aquí –añadió, aprovechando mi silencio.
Una sonrisa pícara, propia sólo de quien guarda un secreto, cruzó sus labios mientras comenzamos a caminar. Entonces, noté lo sencillo de sus ropas: pantalón, chaleco y abrigo largo, negros; y la blancura mohosa de su camisón que hacía juego con el color amarillento de su piel. No usaba lazo. Ni sombrero.
Con las manos entrelazadas a sus espaldas y la mirada fija sobre los adoquines que alfombraban nuestro paso, me habló de sus héroes: de Herrera y de Ossián; y de su Elvira, aquella desdichada que murió de amor.
-En esta España mía se premia la ignorancia, el falso patriotismo y la ambición desmedida –me dijo después de recorrer un largo tramo en silencio, sin mediar introducción al tema-. No quiero que sufras en tu tierra lo que yo sufro en la mía –continuó, mientras caminábamos por la arbolada avenida que cruza el Parque de María Luisa.
Mientras me hablaba, yo pensaba en su pregunta y buscaba en mi mente la contestación que él esperaba. (Claro que me resultaría muy fácil contestarle que buscaba sembrar el bien, pero le temía a la pregunta que de seguro seguiría a mi respuesta: ¿Qué has hecho para sembrar el bien?) Así, envuelto en mi búsqueda, le escuché mencionar los nombres de Federico Alcega, Ramón Rodríguez Correa, el de su eterna enamorada la bella Julia Espín… el de su hermano Valeriano. De lugares como ¡Toledo!, el monasterio de Veruela, la pensión de doña Soledad en Madrid y la calle de la Visitación. También escuché, con demasiada frecuencia, la voz de su tuberculosis.
Por fin, llegamos a un diminuto pero precioso paraje que ubica a corta distancia luego de dejar atrás y hacia la derecha la majestuosa Plaza de España. Allí, escondido entre el follaje, de repente, surge un redondel poblado de bancos metálicos. En su centro todavía crece un magnífico sauce llorón rodeado por una fuente seca de mármol blanco. Sobre el borde del círculo que aprisiona su tronco, están sentadas tres mujeres pétreas, blancas marmóreas, que miran y sonríen al cielo. ¿O acaso al busto de quien me acompaña? (Entonces me acordé que se dice que aquél monumento a mi amigo fue construido en el mismo lugar donde él se sentaba a platicar con sus amores literarios: con la poesía, con la rima y la leyenda.)
-Y bien, ya te conté lo más importante de mi vida… Ahora, contéstame. ¿A qué vienes? ¿A sembrar el bien, o el mal?
-Vengo a… -la pausa fue súbita pues en ese instante me llegaron a la mente unos versos suyos, escritos con el mayor de los pesimismos:
Mi vida es un erial:
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja.
Sus propios versos me dieron la salida de aquella sutil y genial encerrona.
-Vengo a trocar la envidia por la admiración –le contesté-. Quiero que sepas que tu vida se convirtió en el más fértil de los campos; quiero que veas que tu flor no perdió ni un solo pétalo, quiero que entiendas que tu camino fue uno de vida… que entiendas que no se te olvidó, Gustavo Adolfo Claudio Domínguez-Insausti y Bastida Bécquer. ¡Vengo a sembrar el bien! –le recalqué-. …Sólo a eso vine.



© Jaime L. Marzan Ramos, 2006

El parque

El parque
de Jaime L.Marzán-Ramos



El primer día bajó al parque que queda al cruzar la calle del edificio donde reside; paseó un rato y pensó en ella. Luego de una hora, regresó a su casa.
El segundo día bajó al parque otra vez; caminó un largo trecho y pensó en ella nuevamente. Luego de una hora, cabizbajo, volvió a la casa.
El tercer día, una vez más, bajó al parque; volvió a su caminata y a pensar en ella. ¡La vio¡, y antes de una hora regresaron juntos a la casa.
El cuarto día, no bajó al parque…


© Jaime L. Marzán-Ramos, 2007

martes, 11 de septiembre de 2007

Willy, el Vaquero Herido

Willy, el Vaquero Herido
por Jaime L. Marzán Ramos

Nadie sabía por qué ni cómo se había ganado aquel mote, pero todos en el pueblo sabían que a Willy Mercader, del barrio Sumidero, le apodaban “el vaquero herido”. Cuando me lo señalaron montaba un viejo alazán envellonado, malcriado como él solo, pero ancho y fuerte como la ceiba que quemaron cuatro veces a la entrada de la finca de los Portilla. ¡La siguieron quemando hasta que dejó de retoñar! 
De eso hace más de veinte años…
Desde chiquitín, según cuenta la gente del barrio, a Willy se le conocía por su atleticidad, especialmente la que demostraba en las carreras a campo traviesa que organizaba mister Cintrón, el maestro de educación física de la escuelita de Montellano. Y no era para menos pues el muchachito hacía todo su entrenamiento persiguiendo becerros por los campos aledaños, subiendo y bajando lomas, cruzando quebradas y caminos hasta que los alcanzaba, los halaba del rabo y los obligaba a tierra para marcarlos con un numeral plástico que adhería a una de las orejas del animal con una especie de prensilla. Fueron muchas las veces que fue atacado y corneado por vacas que defendían sus críos; muchas las patadas que recibió de los becerros sobre los brazos y el pecho, y muchos los viajes que tuvieron que hacer con él al dispensario médico público del lugar. Pero Willy no se quejaba; al contrario, decía que aquello era cien veces mejor que recibir un cocotazo de su señor padre si éste lo descubría resollando bajo los árboles de guamá que abundan en el barrio.
Muchachón ya, Williy se marchó a los Estados Unidos. Veintidós años permaneció residiendo en un Brooklyn italiano, frío y gris, donde no había becerros que perseguir y marcar, ni caballos para montar. Pero esos veintidós años no fueron continuos e ininterrumpidos. Muy al contrario. Willy regresaba a Sumidero cada seis meses y siempre por la misma razón: alguien en el barrio habría muerto, o estaba por morir. Cada seis meses, sin fallar; durante veintidós años. 
La primera vez que Willy tuvo que regresar a Sumidero fue por la muerte de su madre, doña Cecilia, exactamente a los seis meses de su partida. Seis meses después recibió una llamada de su hermano menor, Isaías, comunicándole la gravedad de su padre. En aquella ocasión, el vaquero herido llegó justo a tiempo para escuchar el último suspiro de quien le había propinado tanto cocotazo durante su niñez. 
Al año y medio, Willy había regresado una vez más para disfrutar de sus primeras vacaciones y, camino a la casa de la familia, se detuvo en el cementerio del pueblo para ofrecerle su pésame a Ernesto Portilla quien se hallaba allí enterrando al más viejo de los de su clan.
-Cada vez que ese muchacho llega al barrio alguien se muere –comentó con un aire nervioso una de las viejitas que acompañaba a los dolientes. Cuando dijo aquello, no sabía que le estaba dando vida a un terrible presagio.
Y así sucedió que, año tras año, cada seis meses, Willy, el vaquero herido, hacía su aparición en el barrio montando su alazán envellonado. Llegaba, visitaba a su familia y seguido se iba a presentar sus condolencias a los familiares del muerto de turno o a asistirlos en el entierro; a hacerse útil de alguna manera. Pero aquellos actos de solidaridad no le sirvieron de mucho…
Resulta que la gente del barrio comenzó a atar cabos y adivinaron una cierta relación entre los regresos de Willy a Sumidero y las muertes que cada medio año allí acontecían. De inmediato lo dotaron de la peor de las reputaciones. Casi todos le dejaron de hablar; en ningún lugar del barrio reconocían su presencia y los pocos que le saludaban lo hacían de lejos, como con temor a contaminarse. Algunos llegaron a sentir verdadero miedo cuando le veían pasar, cabalgando sobre su viejo alazán envellonado. “Ahí va el tal Willy, el vaquero herido” –decían algunos. “Ese estaría mejor muerto que herido, según dicen…” –llegaron a murmurar otros.

Willy había completado cuarenta y cuatro viajes de vuelta a casa; ya eran cuarenta y cuatro los vecinos y familiares a quienes había enterrado, o ayudado a enterrar, cuando por fin, la paciencia de los de Sumidero llegó a su límite. 
“No te quieren ver por el barrio” –le contó Isaías en una carta que le envió-, “especialmente yo, que no me siento nada de bien. Todos te acusan de ser pájaro de mala suerte, y más de uno habla de lincharte si te apareces por acá. Quédate en Brooklyn y evítanos una nueva desgracia”.
Willy no le hizo caso a aquella advertencia y decidió darse otro viaje a la Isla.  Justo el día en que se le esperaba a Willy de vuelta en el barrio, encontraron al viejo alazán envellonado muerto en su jaula.  Nadie lo lloró.  Al contrario, todos los Mercader (los que quedaban) se pusieron de mal humor pues tendrían que sacarlo de la jaula, arrastrarlo hasta donde crecían los árboles de guamá, abrir una fosa y enterrarlo. Estando la familia ocupada en eso, se escuchó a la distancia la bocina de un auto que llegaba a la casa. Isaías, el único que no se sobresaltó con el bocinazo, soltó la pala con la que ayudaba a abrir la fosa y corrió a ver quien llegaba, rezando que no fuera Willy.  Cuando llegó al portal de la casa se encontró con un carro fúnebre allí estacionado, y su chofer esperando por alguien que lo recibiera. 
–¿Es usted Isaías Mercader?
-Sí… –contestó algo nervioso Isaías, a la vez que miraba con curiosidad hacia el interior del vehículo.
-Pues sírvase recibir esta carga que viene a su nombre –le dijo el conductor-. Por favor, firme estos documentos. Son los recibos del féretro y un sobre que los acompaña.
Isaías recibió aquellos documentos con sus manos callosas temblándole.  Actuaba como autómata cuando firmó los documentos y también luego, cuando con la ayuda del chofer llevó el ataúd hasta el medio de la sala. Sin quitarle los ojos al féretro, caminó despacio hasta la mesa del comedor, haló una silla y se sentó a contemplar aquella escena. Por unos momentos se sintió desvanecido. 
Súbitamente recobró su habitual lucidez y pasó a ocuparse del sobre que tenía en las manos. Lo abrió y sacó una llave, un recorte de prensa y un sobre pequeño sellado y dirigido a él. Aquel recorte de prensa le llamó la atención de inmediato por la gráfica que presentaba. Era la foto de un hombre tirado en el suelo, con la cara y la cabeza ensangrentada. El titular del artículo leía: “Hombre muere pateado por caballo en Central Park”. El pie de la foto lo identificaba como William Mercader, mejor conocido como “El vaquero herido”. 
Todavía algo incrédulo, Isaías se levantó de la silla y, con paso algo inseguro, se acercó al féretro, tomó la llave que contenía el sobre y alzó la tapa.  No había duda.  Era Willy y estaba muerto; en su sala, dentro de aquel ataúd.
Poco a poco; uno tras otro, los miembros de la familia Mercader fueron llegando y se fueron aglomerando alrededor del ataúd. Unos comenzaron a llorar, otros comentaban incrédulos el hecho de que Willy hubiera muerto pateado por un caballo. Unos pocos reían, creyendo imposible aquella causa de muerte. Los más se acercaron lentamente a Isaías quien, sentado de vuelta en el comedor, sujetaba la carta que llegó en el pequeño sobre sellado.
-¿Qué dice la carta? –preguntó uno.
-¿Quién la escribió? –preguntó otro.
-La escribió el mismo Willy…
-Bueno, pues léala –insistió un tercero.
-Bueno, dice: “Mi querido Isaías… –pausó; carraspeó para limpiar su garganta atarugada y continuó con voz grave-. Te escribo estas líneas a manera de última voluntad… -volvió a carraspear esta vez para asentar su nerviosismo, y prosiguió con la lectura-.  Como testamento creo que no valga la pena ya que, como sabes, yo nunca tuve en qué caerme muerto. 
-¡No, si eso lo sabemos todos! –interrumpió una de las mujeres.
“Lo único que poseo en este mundo es a mi caballo Predestinado –continuó el lector-, ese viejo alazán envellonado que todo el mundo me envidia sin saber lo malcriado que es. Para él, te pido que cuando muera, lo entierres donde crecen los árboles de guamá. Allí solíamos él y yo resollar mientras disfrutábamos de las sombras y la brisa de la tarde.
“Hermano; tú mejor que nadie sabes que traté de vivir mi vida lo mejor que pude.  Sé que me achacaban cosas raras; que los del barrio me cogieron miedo, pero eso de que la gente se muriera cuando yo llegaba, te juro que era pura casualidad.  Yo no maté a ninguno.  A nadie le hice daño. Bueno, a excepción de los Portilla.  A esos les quemé cuatro veces la ceiba que plantaron a la entrada de su finca…
“No me despido diciendo que ya me voy, pues… ¡porque ya me fui!  Sólo espero que queden todos bien y que la gente del barrio deje de culparme por todos sus males. Recibe un abrazo de quien te quiere y espera por ti en unos… seis meses. 
“Tu hermano Willy, al que llamaron El Vaquero Herido.”

Todos quedaron sin habla. Isaías se puso de pie; con rabia arrugó aquella carta hasta convertirla en una bola, mientras caminaba despacio hacia el féretro.  Cuando llegó y se enfrentó al muerto, adivinó en él una ligera y sarcástica sonrisa que le hizo alcanzar la tapa del ataúd para cerrarla violentamente.  Luego, se dio vuelta para encarar a la familia, y dijo con voz grave:
-Volvamos al hoyo del caballo; hay que hacerlo más ancho, para acomodar a éste. 


FIN

© 2007 Jaime L. Marzán Ramos