jueves, 13 de septiembre de 2007

Vicente

Vicente
de Jaime L. Marzán-Ramos



A lo lejos, parecía un ebrio común, resbalándose por la vida.  Caminaba con mucha dificultad. Se esforzaba para poner un pie frente al otro, mientras tropezaba con cuanta irregularidad definía al empedrado.  Hubo un momento –pensé- en que se dejó llevar por su pérdida de balance y, trastrabillando, fue a parar de bruces a los adoquines azul-grises que todavía hoy yacen sobre aquella calle, brillantes con la nocturna humedad y con el lustre lunar que en ellos se refleja. 
Pasados unos minutos logró medio sentarse, y desde aquella posición embarazosa, con su cabeza resbalándosele por el pecho y babeándose, esperó a que se le vaciara la vejiga.  Así quedó por algún tiempo, pendulando, como si marcara el ritmo irregular de su vida sobre la bruma de su interior, de cara a la pared de un viejo edificio.  Mirando sus manos enrojecidas, parecía estarles preguntando a qué se dedicaban o ¿por qué se ruborizaban?  Levantó la mirada para fijarla sobre la pared que lo limitaba y, como si adivinara algo raro sobre aquellos ladrillos, se puso de pie bamboleándose, subió a la acera y se acercó a la pared para escudriñarla, como si buscara en ella la contestación a todas sus preguntas. Por momentos, su cara mostraba una incredulidad borracha y baboseada, mientras sus manos dejaban allí, posadas, las rojas huellas de su alma.
Así estuvo, oscilando sobre su propio eje, por un par de minutos, mientras miraba aquellas huellas y se gozaba el efecto hipnótico que le surtía su propia sangre.
Yo lo observaba de lejos, desde mi mesa en la acera de aquel típico café europeo. No podía apartarle la vista…  ¡Aquel hombre era todo un espectáculo!  Seguí contemplándolo con creciente interés mientras sorbía una taza de espresso, bautizado con brandy y adornado con una tira de cáscara de limón…

Este viaje lo había iniciado con la esperanza de cruzar caminos con el hermano que se elige, con el que no se hereda: con mi pintor favorito.  Con el hombre cuya intensidad y vibración colorante había despertado en mí una profunda curiosidad por la composición pictórica, por las fuertes tonalidades y por las obras de arte que un talento dedicado puede lograr con ellas.  Buscaba al artista único, al que lograba capturar con su pincel los más robustos rasgos de la noche. 
En sus nocturnos –especialmente aquel en el que nos presenta un café típico francés, como aquel donde le esperaba, sobre una calle vieja y oscura, de barrio, cuyos adoquines brillaban por la recién pasada lluvia- las estrellas las presenta filosas, lumínicas; y la luna es redonda y amarilla, compuesta por círculos concéntricos que palidecen hacia el interior y, hacia fuera, se limita con los infinitos azules-negros del universo. 

Casi había terminado mi café cuando noté que el hombre recobraba su movimiento, aquel mismo bamboleo que me hizo pensar que era un borracho más deambulando por el sombrío barrio.  Como pudo, se me fue acercando.  Entonces noté una larga mancha roja-negra que se le escurría por su camisón blanco abajo, encharcándose donde se adivina la cintura.  Poco a poco, según se me acercaba, la luz del único lamparón que por allí había lo iba recogiendo y mostrándome sus facciones.  Su pelo corto y alambrico, casi del color de las zanahorias, coronaba una frente ancha de marcadas entradas, unas abultadas cejas y un par de ojuelos verdes aguados, separados por una larga y angosta nariz.  Aquellos ojos no parecían tener foco, y su boca, rodeada por una barba también color rojo-naranja, casi desaparecía entre manchas de pinturas negras, verdes, azules y amarillas.
Mirándole con más detenimiento, me di cuenta de que la mancha roja que casi cubría su pecho se originaba en el lado derecho de su cara.  Esto me impactó sobremanera. Había pensado que aquel hombre estaba borracho, pero ¡no!  ¡Estaba herido!  Y al pasar al margen de la luz que irradiaba de aquel lamparón ¡no proyectó sombra!…
-¿Vicente? –pregunté, creyendo haberlo reconocido, seguro de que no me contestaría. 
Se limitó amirarme; lejanamente, como en babia, con aquellos ojuelos verdes acuosos, con su pecho sumido en rojo-negro y su boca manchada de colores.  Trató de contestarme, pero sólo logró un pálido gemido mientras largaba babas que fueron a dar al lago de sangre sobre su camisón.  Hasta allí llevó sus manos y afanosamente trató de exprimirlo, logrando tan solo revivir en ellas el color rojo-húmedo anterior.  Las miró extrañado antes de dejarlas caer a su lado, como en señal de rendición, y volvió a caminar hacia mi, tambaleante.
Al momento hice por levantarme para prestarle ayuda pero me lo impidió con una señal de su mano ensangrentada.  Luego, se dejó caer pesadamente sobre una silla, justo frente a mi. Era un hombre fundido, enflaquecido, roto, doliente y sangrante.
-¿Vicente? –pregunté una vez más, esta vez susurrando; incrédulo y abrumado por la enorme pena que sentí en aquel instante. 
Separado de todo, como ausente de la vida y con el saco del alma agujereado, bajó la mirada y, doblando laboriosamente el desfalleciente cuerpo, logró por fin difluirse, alcanzándose uno de sus pies.  Con gran dificultad se quitó un zapato y se lo colocó sobre la cabeza.  Su mirada cazó la mía y la espantosa carcajada que lanzó al aire celebrando aquel acto demente hizo sangrar nuevamente el lugar donde hasta hacía un tiempo hubo una oreja entera, y de su estómago, que también traía herido, brotó un ramillete de rosas líquidas junto a las cuales se le escapaba lo poco de vida que le quedaba.
Presentí que toda aquella intensidad y vibración que en él habían existido se habían quebrado irremediablemente; que sus colores se habían quedado sin telas, sus pinceles sin motivos y sus manos sin inspiración.  Solas, y cubiertas de sangre.
Vicente van Gogh tenía sólo treinta y siete años cuando le hallé.  Fue el día que decidió ponerle fin a toda aquella locura que era su vida; lo que hizo enviando una bala a buscar la pintura que a diario tragaba por no tener qué comer…



© Jaime L. Marzan-Ramos, 2006

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